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el periodico de saltillo
Agosto 2016
Edición No. 330


El barómetro de la soledad

Rodrigo Solís.

 

Cuando “Internet” era una palabra nueva en nuestro vocabulario, mi primo Pony y yo, además de pasar horas absortos frente al monitor de la computadora en espera de que apareciera en pelotas Amy Jo Johnson (la Power Ranger rosa, que jamás nos dio el gusto de mostrar más allá de los hombros desnudos por culpa de mi madrina, que siempre necesitaba hablar por teléfono con sus amigas del catecismo, cortando la conexión justo en el momento en que veríamos rota la inocencia de la actriz), invertíamos nuestro tiempo en culturizarnos, es decir, aprendiendo insultos de otras latitudes del continente americano.

Esto fue posible gracias al chat, herramienta de intercambio cultural que en dos minutos te hacía descubrir que en Argentina “la concha de tu madre” no significa “el pan dulce de tu mamá”. Aunque uno pudiera pensar lo contrario, las cosas no han cambiado mucho desde aquellos prehistóricos días; los foros de charla aún funcionan para lo que en teoría fueron creados: mentarle la madre a los argentinos y sacar a la luz a la mujer que todos llevamos dentro.

De la misma forma en que la gente se ha vuelto adicta al Pokemón Go y al Tinder, nosotros lo éramos a los foros para encontrar el amor. Nuestra mujer interior no fue la clásica rubia despampanante, sino una chica de barrio aspirante a modelo, larguirucha y de facciones finas. Unas veces se hacía llamar Vane, en otras ocasiones Paty, pero por lo general decía ser Kathy. En cuestión de segundos teníamos a decenas de interesados, lo que logró que aprendiéramos lo que no pudo enseñarnos en tres años la maestra de mecanografía en la escuela: a escribir sin ver el teclado y a la velocidad de una secretaria.

En las charlas, los pretendientes mostraban particular interés en nuestra nacionalidad (siempre éramos argentinas) y en nuestro apellido (siempre era el de un ex seleccionado: Olarticoechea, Burruchaga, Ruggeri, Valdano, etcétera); eso ayudaba al trámite porque decíamos ser sobrina lejana del futbolista en cuestión y el interesado babeaba en el teclado de la computadora al creer haber encontrado a la mujer perfecta: guapa y apasionada al fútbol.

Para evitar sospechas, decíamos no ser modelos profesionales sino aspirante a modelo, llevábamos viviendo en México varios años (así teníamos justificado utilizar el tú en vez del vos) y trabajábamos de edecanes para poder pagar las clases en el CEA, la escuela de “actuación” de Televisa. Por supuesto, todos pedían pruebas. Sin embargo, en los días anteriores al Facebook e incluso a las cámaras digitales en los celulares, no era tan fácil obtener la fotografía de una desconocida guapa, así que dábamos largas a nuestros galanes hasta que empezaban a sospechar que en realidad a quien estaban cortejando era a un hombre (o dos, como era nuestro caso).

Con el tiempo perfeccionamos la estrategia: escaneamos de mi anuario escolar la fotografía de mi amor platónico y voilá. El primer incauto no tardó en llegar. Era un peruano que a los pocos días nos llenó la bandeja del correo electrónico (creado ex profeso para nuestros novios virtuales) con poemas y todo tipo de declaraciones amorosas. Hasta que nos mandó su fotografía, que resultó ser tan horrenda como sus rimas, y dijo querer viajar a México para conocer a Kathy, y luego quién sabe, incluso llegar hasta el altar.

—Tengo una idea —dijo Pony, catapultado de su asiento.

El plan consistía en decirle a nuestra nutrida base de novios que nos viéramos el mismo día y a la misma hora en el Centro Histórico de Campeche, exótico sitio donde Kathy estaría modelando, y donde por supuesto, escondidos, registraríamos tan bello momento, cámara de video en mano.

Kathy resultó ser una chica de nobles sentimientos y nunca llevó a la praxis el plan. A lo más que llegó su maldad fue a improvisar un sitio web donde subió todas las fotografías y poemas de sus novios, para luego enviarles por correo electrónico el link a la página, para que abrieran los ojos y se concentraran en cortejar a mujeres de su ciudad, de preferencia de carne y hueso.

—No mentiré diciendo que nuestros motivos carecían de perversidad… —dijo Pony, tocándose el pecho con la mano cual libertador de país sudamericano— pero al final, le hicimos un bien a todos esos desgraciados.

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